sábado, 10 de noviembre de 2012

La Paz.

Vista de la ciudad desde el Parque Urbano Central.

El día de viaje en autobús desde Puno, la excursión a la Isla del Sol y el nuevo autobús con transbordo en el estrecho de Tiquina incluido, hasta que llegamos a La Paz, fue bastante cansino.


Eran casi las 23:00 horas cuando salimos por la puerta de la estación central de buses de una ciudad totalmente desconocida para nosotros y ni siquiera teníamos esta vez una guía de viajes en mano para orientarnos.
Tomamos un mapa de la ciudad que nos proporcionó una chica que trabajaba en uno de los puestos de la estación, y una vez nos hubo indicado donde se encontraban las calles del centro, caminamos en esa dirección.
Nada más salir por la puerta, nos acosaron los taxistas, y al primero que accedió a llevarnos al centro por el precio correcto (el que la chica de la estación nos había indicado), nos subimos.

Por el camino, la situación con el taxista se convirtió en una notable anécdota:
Resulta que nuestra elección con el taxista fue la peor de todas. El hombre era sordo, y además un liante de mucho cuidado. Sin decirle siquiera que estábamos buscando un hotel, pretendía llevarnos a uno que él conocía, y que según sus palabras era muy bueno y bien de precio…
- A ver, simplón, ¿qué te hemos dicho, al centro? Pues al centro… - le decía con cara de mala leche, pero el tío insistía:
- Pero es que para un hotel malo en las calles del centro, el que yo les recomiendo está mejor, ya verán… -
Me infló las narices de tal manera, que con su sordera y todo, hice que me entendiera:
- ¡Nos llevas aquí y punto! – le dije dándole un golpe al mapa con el dedo índice.
Cuando llegamos al cruce que le habíamos indicado, al pagarle, resultó que no tenía dinero para el cambio…ya…el viejo truco, el que habían usado con nosotros mismos en Bangkok, por ejemplo, pero esta vez el taxista nos tenía de tan mal humor que no coló… - Pues si no tienes cambio, ¡lo buscas! – y se bajó del coche y cambió dinero en el primer puestito ambulante de una señora que vio.
Iglesia-Museo de San Francisco.
Una vez nos libramos del pelmazo del taxista y nos quedamos solos, miramos a nuestro alrededor. El cruce donde estábamos, era un pequeño y oscuro caos de tenderetes ambulantes y gente, con sus calles repletas de viejos letreros poco luminosos.
Callejuelas del Mercado de brujas.

Marijose venía agotada, gran parte del trayecto en el autobús lo había hecho durmiendo, así que con la determinación que da el cansancio no se lo pensó mucho y entró en el primer portal que parecía ser un hotel.

Después de la típica cháchara con el recepcionista, subimos a ver una habitación que nos resultó bastante “habitable”, así que pensamos que por esa noche estaría bien.
Los alojamientos que veríamos después en esa ciudad, nos parecerían peores y más caros, o por lo menos no con la misma relación calidad-precio, así que las noches que hicimos cada vez que volveríamos a La Paz, las haríamos también aquí, en el Hotel Majestic.
Un bocata "trancapecho".
 
 
 
A la mañana siguiente, una vez descansados, como siempre, vimos la vida con otra perspectiva, así, que nos lanzamos a la calle con la misión de explorar la nueva ciudad y de camino, ir investigando cómo llegar al siguiente alto en nuestro camino.
 
El motivo por el que dimos el salto a Bolivia, fue única y exclusivamente por que yo estaba "emperrado” en ver el Salar de Uyuni, y en principio nada más, era lo único que me atraía, por supuesto, por desconocimiento, pero después de descubrir las posibilidades que nos brindaba ese país…y como los planes están para cambiarlos…

Nada más salir del hotel, un nuevo mundo apareció ante nuestros ojos. La Paz, tiene ese algo, que la hace diferente del resto de las ciudades del mundo que habíamos visitado. Es una ciudad con alguna década de retraso con respecto a las europeas, pero a la gente que allí vive, tampoco parece preocuparles en demasía esa circunstancia.
Mini-vanes subiendo las empinadas calles de La Paz.
 
La puerta del Majestic, da a la empinadísima calle adoquinada de Santa Cruz, casi haciendo esquina con la Illampu, por la que las combis y los antiguos y coloristas autobuses, sufren para ascender exhalando enormes cantidades de humo negro, que hacen que los resignados transeúntes, se tapen ojos y boca con las manos, mientras contienen la respiración cuando son alcanzados por ese tóxico veneno.
 
 Aún sin estar orientados, deambulamos un poco por las calles más principales de esa zona, en busca de las oficinas de los tour operadores que ofrecen excursiones al Salar.
Nos encontramos unas calles demasiado bulliciosas, tan abarrotadas de gente, que hablábamos animadamente entre nosotros del parecidísimo ambiente de este lugar en comparación con las ciudades asiáticas, similar al de Pekín o Hanói, cuando de repente oí a mi espalda una fuerte discusión entre dos chicas.

Al volver la mirada hacia atrás, sorpresivamente para mí, pues la imaginaba a mi lado, me encontré a Marijose a unos veinte metros de mí, forcejeando con una morena mujer boliviana, ataviada con unos jeans y una chaqueta verde.
Mari, la tenía inmovilizada contra un coche aparcado, cual maestra de las artes marciales, le sujetaba un brazo con una mano, apretándoselo contra su pecho, y con la otra, le mantenía sujeto el otro brazo, manteniéndoselo en alto.
-¿QUÉ ESTAS HACIENDO?, ¡EH!, ¿QUÉ ESTAS HACIENDO? – le gritaba una furibunda Marijose manteniendo su cara a escasos centímetros de la suya a una desconcertada mujer que no acertaba si no a decir: - ¡No le he cogido nada señora! –
Me acerqué, completamente en “shock”, hasta ellas.
La escena, estaba contemplada ya por una multitud de curiosos, que en menos de un segundo habían formado un corrillo alrededor de las dos.
 Mari me lazó su mochila, y me gritó:
- ¡Pedro, revisa la mochila a ver si le falta algo, que acabo de pillar a esta ratera con la mano dentro! –
Efectivamente, la mochila estaba abierta, y la revisé lo más rápido y mejor que pude debido a los nervios, ya que se había dado la fastidiosa casualidad, de que en la última parada que habíamos hecho en una de las agencias, Marijose, había metido en su mochila nuestras dos carteras. Menos mal que estuvo felinamente rápida de reflejos.
Solo con un poquito de mala suerte, esta raterilla nos hubiera dejado, sin dinero, sin tarjetas y hasta sin documentación…
-¡Parece estar todo, Mari…! – Balbuceé, mientras la gente que se apiñaba alrededor ponía mala cara a la ratera, algunas la increpaban y gritaban a otras para que llamasen a la policía. Marijose sujetaba con firmeza a la inmovilizada ratera, que suplicaba que la soltara. Insistentemente repetía que no había cogido nada.
-¡Asegúrate de que esta todo!- me decía a mi - ¡Cómo me falte algo vas a ver! – amenazaba a la chica, que estaba totalmente asustada, pues seguramente, ni se esperaría siquiera, que hablásemos su mismo idioma.
Cuando ya me hube asegurado de que estaba todo en la mochila, se lo hice saber a Marijose, que con un gesto de rabia soltó a la vulgar ratera, casi propinándole un empujón, que con ese mismo impulso, agachando la cabeza, se mezcló entre la multitud y desapareció de nuestra vista.
Niños jugando en el Parque Urbano Central.

Cuando, recuperamos el tino, con el susto aún en el cuerpo, nos disponíamos a proseguir nuestra caminata, un enorme policía militar, corrió hasta nuestro lado y nos preguntó:
- ¿Quién ha sido, quién fue? –

No se preocupe - le contestamos, - ya se ha ido, pero no consiguió robarnos nada -
El hombre con actitud paternalista nos habló de esta manera:
-Se me van a cuidar, ¿Me oyen?-
 – Pues claro señor, muchas gracias… -
Este triste episodio, realmente nos podía haber pasado en cualquier otro lugar del mundo, sin ir más lejos, a familia nuestra, en pleno centro de Madrid, no hace mucho, les robaron a plena luz del día y con tal sigilo que ni se enteraron, o sea, que salvo el susto, que aún hoy en día cuando lo recordamos nos sobresalta por lo que podía habernos significado de haberle salido “la jugada” de otra manera a la ratera, pero en ningún momento, nos hizo sentir sensación de peligrar nuestra integridad física en la ciudad de La Paz. Más bien, creo que la manera en la que manejó Marijose todo el asunto, fue más peligrosa para ellos que al revés.
Plaza Murillo.
Esa mañana, nos pateamos los diferentes puntos de interés de la ciudad, como pueden ser la plaza del convento de San Francisco, la Plaza Murillo, incluso nos movimos a nuestras anchas con las combis hasta el Parque Urbano Central, que se encontraba en un estado deprimente y si acaso conseguimos sacar la típica fotografía de los altos edificios de La Paz, rodeados por todos los barrios periféricos que se apelotonan en las laderas de alrededor de la ciudad, y que le dan ese aspecto tan singular, como si todo este lugar, estuviese construido en el interior de un enorme agujero.

Una anécdota graciosa al tomar una combi, fue que al estar tan repleta de personas, a Marijose, le tocaba apretujarse al lado de unos señores, mientras que a mi, me buscaron sitio al lado del conductor. Uno de los hombres, cuando observó que Mari se sentaba a su lado, le exclamó al otro:

-¡Um, mira que bien, la “gringuita” se sienta al lado mio!-

Mari, con cara de desdén, y sin dignarse a dirigirle ni una mirada, le contestó para que todo el mundo la oyese:

- La “gringuita”, no es gringa, además habla tu idioma y te está entendiendo…-

 Al hombre se le puso la cara colorada, y ni siquiera se atrevió a mirarla, también motivado, por la explosión de risitas de lo otros acompañantes de trayecto.
Figuras en la calle Comercio.
Después de almorzar un “trancapecho”, un bocadillo enorme al estilo de nuestros pepitos, que nos había recomendado un chico mientras salíamos la noche anterior por la puerta de la estación de autobuses, “quemados” de tanto preguntar por las agencias y no encontrar una buena oferta para irnos de excursión hasta el Salar, decidimos volver paseando hasta la estación, que curiosamente nos enteramos al retornar a casa, que había sido diseñada por la misma persona que diseñó la torre Eiffel en París, y preguntar directamente por los precios de los autobuses para ir por nuestra cuenta hasta Uyuni. Una vez allí, buscaríamos transporte sobre la marcha, sin necesidad de intermediarios. Y puede que quizás así, el asunto se abaratase un poco más que desde La Paz.
Conseguimos unos billetes de bus nocturno, muy baratos en comparación con lo que nos ofrecían, para esa misma noche, y los compramos…
Rápidamente, volvimos al hotel, y les comunicamos nuestra decisión de irnos hoy mismo, y le pedimos que nos guardasen las mochilas grandes unos tres o cuatro días, fecha en la que deberíamos estar de nuevo en la Paz, para estudiar qué hacer con el tiempo que nos quedaba aún de viaje. No hubo problema alguno.
Una vez todo preparado, salimos de nuevo de paseo para hacer tiempo, y lo dedicamos a la zona de la Plaza Murillo, donde nos relajamos plácidamente degustando unos helados de cucurucho, observando a los paisanos, que igual que en Perú, tienen como gran afición, alimentar a las miles de palomas que ya están tan confianzudas, que las puedes atrapar con las manos con nada de esfuerzo.
 Más de una hora antes de la partida de nuestro autobús, estábamos ya en la estación, “matando” el tiempo, hasta que la chica de la taquilla, a la que le habíamos comprado los boletos, nos reconoció y nos dijo que, si queríamos subirnos ya al vehículo y dejar nuestras cosas dentro, ya podíamos hacerlo. Bien, lo hicimos, más bien por curiosear el destartalado “cacharro” en el que nos habíamos embarcado nosotros solitos, un poco por “tacañínes”, y nos encontramos, que aún con tanta anticipación, ya estaban todos los ocupantes en sus puestos, sólo faltábamos nosotros dos. Desde que entramos en el bus, enseguida comprobaron si estábamos todos, para adelantar la salida y partir sobre la marcha. Curioso, pero así fue, más de una hora antes de lo previsto, partimos hacia Uyuni, en un autobús lamentable.
Lamentable, por lo viejo, y por lo estrecho de su interior. Aquí estaba el truco de porqué tan barato. Normalmente, los autobuses que ellos denominan turísticos, con las mismas dimensiones, albergan a unas 30 plazas de sillones semi-cama. Los autobuses normales, más para gente del pueblo, tienen unos 50 asientos, también semi-cama, con lo que cuando la gente se reclina, lo hace sobre el que va detrás.
Nosotros, no éramos los únicos extranjeros allí. Justo al lado nuestro, había una pareja de alemanes.
 Ambos, tanto él como ella, eran de estatura igual o superior incluso a la mía, por lo que si yo ya estaba maldiciéndome por haber tenido esta fabulosa idea, ellos estaban peor, por que para colmo, delante de ellos, se había sentado un grueso y fornido militar, que no tuvo reparos en tumbárseles encima a primeras de cambio. Además, este tío se ve que iba de listo, pues a media noche, con un frío que pelaba, a unos cuantos nos habían desaparecido las mantas, y por la mañana, nos dimos cuenta que las tenía todas para él solito…

Nuestro resumen fotográfico de La Paz en 44 imágenes: 

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